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Esta sensación, casi inconsciente, nos lleva a una leve desazón, que desaparece cuando, por casualidad, entramos en sincronía con el resto de la creación. Las sincronicidades nos alivian porque nos acercan a nuestra esencia atemporal e inmortal. Las percibimos de forma espontánea y breve. Nos dejan catatónicos, absortos en una especie de limbo gozoso pero nuestra futilidad es tozuda y rápidamente nos dejamos llevar por los siete velos de esta vida. Aun así existe, al menos, una manera de prolongar la sincronía en el tiempo, el giro.
Todo gira en el universo, macro o cuántico. Alrededor de algo o sobre sí mismo. Dextrógiro o levógiro... pero todo gira. Y así, por emulación, también nosotros, como especie, comenzamos a girar en las danzas rituales al ritmo de sonidos naturales y repetitivos.
El Derviche al girar en la semá sobre su espina dorsal, entra en sincronía atemporal con el resto de la creación, se desprende de su individualidad y siente el alivio que anhelará hasta la próxima ceremonia.
Nosotros jamás nos convertiremos en Derviches pero sí que acabamos sintiendo el mismo anhelo por la sincronía que sienten ellos entre ceremonia y ceremonia. Quién sabe si algún día encontraremos escondido en nuestra cultura nuestro Giro del Derviche.
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